Por Juan De la Puente
Adiós
maestro, el del libro. Ha fallecido mi centenario maestro Oscar Ramírez Amanzo,
mi profesor del quinto de primaria en la GUE Leoncio Prado; el Huánuco del siglo
pasado lo conocía como Cañoncito porque fue un recio delantero del León de
Huánuco, entre los años cuarenta y cincuenta.
Me enseñó
el Quijote, los verbos, sustantivos y adjetivos; con él inicié mis rudimentos
poéticos haciendo acrósticos y fue él quien me impulsó a recitar a Vallejo y
a Chocano.
Me puso de apodo sapo porque era el único de su sección que no tomaba el
agua directamente del caño sino haciendo cuenco con las manos. De él aprendí
algo de historia de Huánuco, del héroe cholo Aparicio Pomares, de los fundadores
de la ciudad y del porqué de algunas de sus calles. A él también le agradezco
que el quinto de primaria fuese el único año en que mis padres no tuvieran que
ir llamados al colegio para responder por mis incontables travesuras. Es que Cañoncito
-masón hasta la médula- arreglaba esas cosas de tú a tú y frente a los alumnos.
Para mi
fue el maestro del libro. Una vez le conté que había leído La Cabaña del Tío
Tom y Los Perros Hambrientos y me dijo "Oye sapito ahora tienes que leer
a López Albujar, él fue juez en Huánuco". Al día siguiente me trajo un
libro viejo que se titulaba “Cventos Andinos” con la v en lugar de la u, un
tipo de letra hasta ese momento para mi poco conocida.
Han
pasado más de 45 años pero están frente a mí las letras marrones del título y
la vieja iglesia rural pintada en la portada con trazos caprichosos que me
parecían herejes, y claro que lo eran. Fue una edición del año 1950 o 1951 de
la Editorial Mejía Baca y esos apellidos, López Albujar y Mejía Baca, me los
grabé como una asociación mágica del hombre con el libro. Mi segundo apellido es Mejía, era el año de 1971, cosas
de chicos.
El
maestro me entregó ese bello y polvoriento libro antes del recreo y me advirtió
que no lo pierda porque era de la biblioteca de secundaria. Cuando se lo retorné
leído y repasado a los pocos días él mismo nos llevó a un grupo a devolverlo a
la biblioteca. Fue un descubrimiento memorable para mí hasta ahora, y en ese
momento una épica muy personal que narré en casa y en el barrio. Nunca había visto
tantos libros juntos en anaqueles altos expuestos en orden y desorden, pilados
y encajados en los estantes, de colores abigarrados o colecciones marrones y
negras con letras doradas. Y muchos, muchos libros viejos, viejos de vejez y
viejos de uso, despidiendo ese olor cautivador y extraño que me ha perseguido
toda la vida, esa mezcla de lo guardado más polvo y madera. No sentí
humedad porque debe saberse que el clima de Huánuco es seco (jojolete).
Estuvimos
allí por lo menos 15 minutos. El maestro esperó paciente nuestro contacto con
la palabra desbordada. Yo, a pesar de gozar con el espectáculo del libro, sufrí un poco; me pareció que esa era una
biblioteca transitoria donde todo parecía provisional y en el que el libro debería quizás
importar un poco más.
Volví
ahí
dos o tres veces porque no siempre estaba abierta. No recuerdo en que
parte del
colegio se ubicaba, si frente al patio principal de secundaria, el de
los arcos, frente al Court Interno, el patio de primero de secundaria o
atrás, en la
mítica Huerta Yrigoyen donde jugábamos a la guerra con carrizos, nos
tirábamos
piedras de verdad y cogíamos naranjas ácidas que chupábamos sucias. No
recuerdo donde estaba esa biblioteca pero en ese momento no era evidente
para
mí que ese lugar no estaba entre las prioridades.
Mi
amor
por la lectura había nacido antes en la casa entre novelas de la
colección de 1957 de Editorial Tor de Buenos Aires, todas ellas sin
carátulas. Ese día nació mi amor por los libros y mi afición
por las bibliotecas. He visitado tantas en tantos años y cada vez que veo una evoco
mi primera visión. La última vez que recordé la escena de la biblioteca de mi
viejo pueblo y de mi viejo maestro fue el anteaño pasado cuando paseaba con Micaela
en The British Library. Antes, mucho antes, le había contado esta historia a mi
desaparecido amigo Pedro Planas, el de la biblioteca más revoloteada que he
visto, la de su casa del Jr. Recavarren, en Miraflores. Él me dijo esa vez en
confidencia que también le gustaba el olor del libro viejo.
Mi viejo
profesor se ha muerto en abril. Murió el mismo día en que mi madre hubiese cumplido
años. Se ha muerto en el mes de las letras; el mes en que se murieron Garcilaso,
Vallejo, Eguren y Mariátegui; en que nacieron Valdelomar y Oquendo y Amat; y
el mes en que murieron Cervantes, Shakespeare, García Márquez, Solá, Baudelaire
y Salgari. Para mí
se ha muerto en olor de libro y de letras. Adiós maestro.